LAS COMUNIONES DE MAYO
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Las campanas tocaban somnolientas
aquella mañana de primavera esparciendo su tañido por el aire denso de la
marisma. Los escuadrones de vencejos acompañaron el despertar con vuelos
nerviosos en torno a la encalada torre. El sol dibujaba sombras geométricas por
esquinas y plazas camino del mediodía. En veintitrés casas del poblado se vivía
el ajetreo propio de un gran día: “Mi Gabriel va a hacer la comunión”. “Qué grande está la
Lupita. Ya hace la comunión”. “Parece un hombre”. “Está preciosa con ese peinado”.
“Y yo que pensaba que
no iba a verla vestida de comunión”. “No te metas las manos en los bolsillos que pareces tonto”
…
Se habían sacado las
mejores galas de los armarios y se había tirado la casa por la ventana para recibir
a familiares y amigos venidos de lejos, del pueblo de donde salieron. La tarde
anterior habían estado arreglando la iglesia para la celebración. Colores y
olores inundaban el interior siempre adornado por las sempiternas hojas de
palmeras. Un aula de la escuela había sido el taller de trabajo donde se fue
preparando todo el evento. A esta hora de la mañana, Luis, el cura –tan
nervioso como los niños-, daba las últimas indicaciones a los que íbamos a
participar en el acto.
Dicho esto,
tengo que aclarar que hacía ya tiempo que yo ponía en duda la creencia en la
Iglesia; pero allí había aparecido Luis, un cura conectado a su tiempo –estamos
hablando de principios de los 80- que nos propuso a los maestros que
participáramos acompañando como escuela a los niños y las niñas que hacían su
primera comunión. Bastó una charla distendida –desde ese momento ese cura
formaría parte de mi andadura por la escuela de El Trobal- para eliminar todas
mis reticencias y estar dispuesto a echar una mano para que todo brillara con
alegría y felicidad. Era tanto estar con los niños como acompañar a sus
familias: madres, padres, abuelos y abuelas, hermanos, primos… En los días
previos a la fecha establecida me di cuenta que la dimensión escolar se
difuminó cuando todos nos pusimos a trabajar con un objetivo común: preparar el
día de la comunión.
Guardo en la memoria el
bullicio, la solemnidad del acto, la sencillez en las palabras del oficiante,
las sonrisas en todas las caras, los abrazos y besos, las lágrimas de emoción…
Y con los fotógrafos -¿cuántos había entre profesionales y aficionados?-
parecía la cobertura mediática de un hecho insólito y lo suficiente
significativo que obligaba a recoger hasta el más mínimo detalle para el álbum
que diligentemente alguien había regalado. Fue emocionante cuando el grupo de
niños salían ya de la iglesia y las campanas se volvieron locas tocando a
rebato, ahuyentando –si era todavía posible- los vencejos de sus nidos,
provocando una estampida de gorriones que trinaban asustados, haciendo que los
mayores se taparan los oídos entre risas y saludos… Duró unos minutos, pero fue
intensa la vivencia en común del final de una parte de la celebración. Después
supe que el protagonista de la campanada tuvo durante varias semanas las manos
llenas de rozaduras porque no pudo coger ni bolis ni lápices en las clases.
Luis se reía cuando fue comentando que él le había indicado que tocara a fondo,
pero la intensidad se la había puesto de
motu propio el campanero que quiso participar de esa manera tan sonora en
lo que estábamos celebrando.
Terminado el
episodio de la iglesia venía la continuación del acto en la escuela. Preparada
para tal fin se había acondicionado un aula como salón decorado para el
desayuno de los protagonistas. Aquí habíamos trabajado el equipo de maestros
bajo las órdenes de Chari, la maestra de los niños de comunión, que nos tuvo
enredados hasta momentos antes de ir para la iglesia porque no había quedado a
su gusto la decoración: ella quería que la clase habilitada estuviera acogedora
y no se pareciera en nada a un aula de escuela –difícil ya que estábamos en una
escuela-. Pero hicimos lo que proponía y la verdad que quedó bastante original.
Yo dibujé en la pared el fondo la silueta del poblado con las palmeras que ya
quedó allí durante varios cursos hasta que un buen año se pintó encima de color
crema.
El olor dulzón de la repostería se mezclaba con los aromas de
las cacerolas de humeante chocolate. El pan recién hecho exhalaba un vaho
cálido que inundaba el aire a medida que la comitiva se acercaba al acondicionado
comedor. Entraban los niños y se sentaban alrededor de una improvisada mesa
construida por El Fugi, las madres hacían corro alrededor mientras que los
maestros nos convertíamos en camareros voluntariosos para darles a nuestros
protagonistas el mejor trato. El resto de la gente esperaba fuera a que los niños
se atiborraran de pasteles y chocolate. Aprovechábamos para poner el equipo de
música que había comprado el maestro don Pascual y que lo estrenaba allí. No
podía quedar mejor nuestra celebración… Luego vendría la limpieza, pero eso no
lo cuento aquí. Solo deciros que el lunes siguiente, los alumnos de esa clase
tuvieron el olfato tan abastecido como sus tareas escolares.
Pasada la una
de la tarde, una vez que los últimos abandonaban la escuela, se producía la
dispersión a lo largo y ancho del poblado. El Trobal se convertía por obra y
gracia de las comuniones de mayo en el escenario perfecto para llevar a cabo la
búsqueda del tesoro, ese juego en el que se ponen pistas a los concursantes y
estos, pasando algunos apuros, obtienen su premio. “Le esperamos en la casa que
está al fondo de la Plaza de la Luna”. “…y no olvides pasarte por la cochera
que da al lejío…”. “… junto al
depósito del agua, en el camino que va al cortijo del Palo”. “En Gabriela
Mistral 2 tiene su casa. Le esperamos” … Y así sucesivamente, cada padre, cada
madre de los niños que habían hecho la comunión te proponían asistir a la
celebración familiar que cada casa había preparado. Y no se les podía hacer un
feo: allí estábamos los visitantes con la obligación de tomar una copa y comer
algo en cada una de las paradas. Luis, el cura, me ha recordado en muchas
ocasiones que los maestros nos podíamos escaquear, pero a él le resultaba
imposible ya que si no visitaba a alguno de los niños, le “echaban la cruz”
y se lo estaban recordando durante mucho
tiempo. Y me decía “cuando acababa el mes de mayo, cada fin de semana había pasado
por lo mismo en Maribáñez, Trajano, Chapatales…”, “estaba
listo para una desintoxicación alcohólica”.
Mantengo en la memoria
como, cuando llegábamos a una casa, todos se desvivían por ofrecerte el mejor
asiento, lo más sabroso de la comida, la bebida más refrescante y, sobre todo,
el reconocimiento personal a la implicación en un acontecimiento creado en
torno a su hijo, a su hija… Las casas del poblado
tienen un vasto patio trasero, lugar para aperos y maquinarias. Era
allí donde se había preparado todo para acoger a familiares, amigos e invitados
(nosotros) en la celebración más popular que yo recuerdo: todo el pueblo podía
ir y venir durante el día y la noche de casa en casa. El olor de las barbacoas
se mezclaba con el de los guisos de las cocinas, las largas mesas abarrotadas
de viandas que se ofrecían cual cuernos de la abundancia… Todo revertía en un
estado de ánimo festivo, feliz, compartido y dispuesto a hacer amigos. Recuerdo los corrillos de hombre sentados en torno a las mesas, las mujeres
hablando de sus cosas y atentas a que no faltara de nada (el reparto de tareas
en el mundo rural estaba muy segmentado), los niños correteando e incordiando
como correspondía a su edad… Y los regalos, demostración de quienes
eran los protagonistas, inundaban de envoltorios, cajas, nervios y risas las
casas de El Trobal.
Las comuniones en Mayo
forman parte de mi memoria compartida.