domingo, 19 de junio de 2016

LAS COMUNIONES DE MAYO


LAS COMUNIONES DE MAYO


Las campanas tocaban somnolientas aquella mañana de primavera esparciendo su tañido por el aire denso de la marisma. Los escuadrones de vencejos acompañaron el despertar con vuelos nerviosos en torno a la encalada torre. El sol dibujaba sombras geométricas por esquinas y plazas camino del mediodía. En veintitrés casas del poblado se vivía el ajetreo propio de un gran día: “Mi Gabriel va a hacer la comunión”. “Qué grande está la Lupita. Ya hace la comunión”. “Parece un hombre”. “Está preciosa con ese peinado”. “Y yo que pensaba que no iba a verla vestida de comunión”. “No te metas las manos en los bolsillos que pareces tonto”

Se habían sacado las mejores galas de los armarios y se había tirado la casa por la ventana para recibir a familiares y amigos venidos de lejos, del pueblo de donde salieron. La tarde anterior habían estado arreglando la iglesia para la celebración. Colores y olores inundaban el interior siempre adornado por las sempiternas hojas de palmeras. Un aula de la escuela había sido el taller de trabajo donde se fue preparando todo el evento. A esta hora de la mañana, Luis, el cura –tan nervioso como los niños-, daba las últimas indicaciones a los que íbamos a participar en el acto.                                                                                       
Dicho esto, tengo que aclarar que hacía ya tiempo que yo ponía en duda la creencia en la Iglesia; pero allí había aparecido Luis, un cura conectado a su tiempo –estamos hablando de principios de los 80- que nos propuso a los maestros que participáramos acompañando como escuela a los niños y las niñas que hacían su primera comunión. Bastó una charla distendida –desde ese momento ese cura formaría parte de mi andadura por la escuela de El Trobal- para eliminar todas mis reticencias y estar dispuesto a echar una mano para que todo brillara con alegría y felicidad. Era tanto estar con los niños como acompañar a sus familias: madres, padres, abuelos y abuelas, hermanos, primos… En los días previos a la fecha establecida me di cuenta que la dimensión escolar se difuminó cuando todos nos pusimos a trabajar con un objetivo común: preparar el día de la comunión.

Guardo en la memoria el bullicio, la solemnidad del acto, la sencillez en las palabras del oficiante, las sonrisas en todas las caras, los abrazos y besos, las lágrimas de emoción… Y con los fotógrafos -¿cuántos había entre profesionales y aficionados?- parecía la cobertura mediática de un hecho insólito y lo suficiente significativo que obligaba a recoger hasta el más mínimo detalle para el álbum que diligentemente alguien había regalado. Fue emocionante cuando el grupo de niños salían ya de la iglesia y las campanas se volvieron locas tocando a rebato, ahuyentando –si era todavía posible- los vencejos de sus nidos, provocando una estampida de gorriones que trinaban asustados, haciendo que los mayores se taparan los oídos entre risas y saludos… Duró unos minutos, pero fue intensa la vivencia en común del final de una parte de la celebración. Después supe que el protagonista de la campanada tuvo durante varias semanas las manos llenas de rozaduras porque no pudo coger ni bolis ni lápices en las clases. Luis se reía cuando fue comentando que él le había indicado que tocara a fondo, pero la intensidad se la había puesto de motu propio el campanero que quiso participar de esa manera tan sonora en lo que estábamos celebrando.

Terminado el episodio de la iglesia venía la continuación del acto en la escuela. Preparada para tal fin se había acondicionado un aula como salón decorado para el desayuno de los protagonistas. Aquí habíamos trabajado el equipo de maestros bajo las órdenes de Chari, la maestra de los niños de comunión, que nos tuvo enredados hasta momentos antes de ir para la iglesia porque no había quedado a su gusto la decoración: ella quería que la clase habilitada estuviera acogedora y no se pareciera en nada a un aula de escuela –difícil ya que estábamos en una escuela-. Pero hicimos lo que proponía y la verdad que quedó bastante original. Yo dibujé en la pared el fondo la silueta del poblado con las palmeras que ya quedó allí durante varios cursos hasta que un buen año se pintó encima de color crema.

El olor dulzón de la repostería se mezclaba con los aromas de las cacerolas de humeante chocolate. El pan recién hecho exhalaba un vaho cálido que inundaba el aire a medida que la comitiva se acercaba al acondicionado comedor. Entraban los niños y se sentaban alrededor de una improvisada mesa construida por El Fugi, las madres hacían corro alrededor mientras que los maestros nos convertíamos en camareros voluntariosos para darles a nuestros protagonistas el mejor trato. El resto de la gente esperaba fuera a que los niños se atiborraran de pasteles y chocolate. Aprovechábamos para poner el equipo de música que había comprado el maestro don Pascual y que lo estrenaba allí. No podía quedar mejor nuestra celebración… Luego vendría la limpieza, pero eso no lo cuento aquí. Solo deciros que el lunes siguiente, los alumnos de esa clase tuvieron el olfato tan abastecido como sus tareas escolares.
                            
Pasada la una de la tarde, una vez que los últimos abandonaban la escuela, se producía la dispersión a lo largo y ancho del poblado. El Trobal se convertía por obra y gracia de las comuniones de mayo en el escenario perfecto para llevar a cabo la búsqueda del tesoro, ese juego en el que se ponen pistas a los concursantes y estos, pasando algunos apuros, obtienen su premio. “Le esperamos en la casa que está al fondo de la Plaza de la Luna”. “…y no olvides pasarte por la cochera que da al lejío…”. “… junto al depósito del agua, en el camino que va al cortijo del Palo”. “En Gabriela Mistral 2 tiene su casa. Le esperamos” … Y así sucesivamente, cada padre, cada madre de los niños que habían hecho la comunión te proponían asistir a la celebración familiar que cada casa había preparado. Y no se les podía hacer un feo: allí estábamos los visitantes con la obligación de tomar una copa y comer algo en cada una de las paradas. Luis, el cura, me ha recordado en muchas ocasiones que los maestros nos podíamos escaquear, pero a él le resultaba imposible ya que si no visitaba a alguno de los niños, le “echaban la cruz” y  se lo estaban recordando durante mucho tiempo. Y me decía “cuando acababa el mes de mayo, cada fin de semana había pasado por lo mismo en Maribáñez, Trajano, Chapatales…”, “estaba listo para una desintoxicación alcohólica”.
          
Mantengo en la memoria como, cuando llegábamos a una casa, todos se desvivían por ofrecerte el mejor asiento, lo más sabroso de la comida, la bebida más refrescante y, sobre todo, el reconocimiento personal a la implicación en un acontecimiento creado en torno a su hijo, a su hija… Las casas del poblado tienen un vasto patio trasero, lugar para aperos y maquinarias. Era allí donde se había preparado todo para acoger a familiares, amigos e invitados (nosotros) en la celebración más popular que yo recuerdo: todo el pueblo podía ir y venir durante el día y la noche de casa en casa. El olor de las barbacoas se mezclaba con el de los guisos de las cocinas, las largas mesas abarrotadas de viandas que se ofrecían cual cuernos de la abundancia… Todo revertía en un estado de ánimo festivo, feliz, compartido y dispuesto a hacer amigos. Recuerdo los corrillos de hombre sentados en torno a las mesas, las mujeres hablando de sus cosas y atentas a que no faltara de nada (el reparto de tareas en el mundo rural estaba muy segmentado), los niños correteando e incordiando como correspondía a su edad… Y los regalos, demostración de quienes eran los protagonistas, inundaban de envoltorios, cajas, nervios y risas las casas de El Trobal.

Las comuniones en Mayo forman parte de mi memoria compartida.