ISABEL,
una mirada en la marisma
Aquella tarde de mayo significó para mí un antes y un después.
Esperaba tu visita -¿puedo tutearte?-, tu demanda, tu queja… Miguel, el
director, me había trasladado la petición de Isabel de una cita para aquella
misma tarde. Sin tardanza, me dijo, tienes que atenderla hoy mismo. Es
importante dar por cerrado este asunto.
La mañana transcurrió de manera rutinaria en el trasiego normal de
clases ubicadas en lugares tan dispersos del pueblo. De vez en cuando me venía
a la cabeza el asunto que me rondaba desde hacía varios días. Cuando a la una
terminó el horario de mañana y nos reunimos para almorzar en la salita del
edificio de niñas –así lo había diseñado el arquitecto del IRYDA- me di cuenta
que el ambiente relajado y tranquilo de otros días había desaparecido. Y caí en
la cuenta que yo tenía que ser el que reconstruyera el clima que siempre había
estado presente en nuestras reuniones. Caí en la cuenta, por primera vez en mi
corta experiencia de maestro, que tenía que dar respuesta a mis compañeros y a
Isabel, la madre.
Todo había ocurrido tres días atrás. Un compañero había faltado y el
director decidió reunir en una misma aula dos grupos: el del maestro en falta
con el mío. Como podéis imaginar los niños –preadolescentes de la EGB- entraron
en un totum revolutum al abrigo del trasiego de mesas y sillas. El caos se
adueñó de la escuela en una escalera ascendente de descontrol y nervios que
acabó contagiando a los maestros de igual manera.
Ya estaban todos en el aula, ya me daba el director las instrucciones
mientras escuchábamos la barahúnda de gritos y golpes que venían del aula
refugio. Dejé a Miguel con las últimas indicaciones a medio definir y me dirigí
como un rayo al centro de la tormenta infantil y de una manera enérgica y potente abrí la
puerta de un golpe que, con el impulso, chocó contra la papelera que salió
disparada por entre las mesas esparciendo por el suelo toda su colección de
papeles, virutas de lápiz, alguna bolsa de chuches… Esto provocó un grado más de
histeria y risas entre los alumnos y un
nivel de nervios en mí que no
pude controlar: Antonio, un alumno de séptimo, que estaba ocupando la primera
mesa y que reía a carcajadas fuertes y limpias recibió el sopapo. A partir de
ahí la situación se fue normalizando y noté algunas miradas entre sorprendidas
y cómplices. El chico que había recibido la colleja estuvo serio y callado toda
la clase. Sabía que aquello traería cola y el malestar se instaló en mi
espíritu.
Inquieto, después del almuerzo y antes de comenzar las clases de la
tarde, me acomodé en la mesa del maestro disponiendo libros, cuadernos,
exámenes en derredor cual muralla entre el mundo real que venía y mi creencia
unidireccional del deber cumplido –una situación que hoy me parece absurda pero
que con 26 años en canal y tres años de corta experiencia me parecía suficiente
para enfrentarme al mundo- .
Y bastó una mirada para derrumbar todo mi andamiaje, una mirada seria y
doliente de una madre que comprendía la situación que provocó mi reacción pero
que me transmitía el dolor que le producía ver como su hijo había sido
maltratado. “Sin quitarle la razón al
maestro -reiteró en varias ocasiones
y de manera muy suave- que no lo vuelva a hacer con ningún niño”.
Me quedé sin argumentos cuando vi en
sus ojos la dulzura de una madre que perdona la última barrabasada de su hijo y
que seguirá queriéndolo a pesar de todo.
No hubo más defensa que
reconocer el error y disculparme de la manera más cercana que pude.
Todo esto
ocurrió hace 37 años. No sé si Isabel sigue viva, pero con esta entrada de mi
blog quiero, allí donde se encuentre,
reiterarle a través del tiempo mis más sinceras disculpas.