miércoles, 27 de abril de 2016




ISABEL, una mirada en la marisma

Aquella tarde de mayo significó para mí un antes y un después.
Esperaba tu visita -¿puedo tutearte?-, tu demanda, tu queja… Miguel, el director, me había trasladado la petición de Isabel de una cita para aquella misma tarde. Sin tardanza, me dijo, tienes que atenderla hoy mismo. Es importante dar por cerrado este asunto.

La mañana transcurrió de manera rutinaria en el trasiego normal de clases ubicadas en lugares tan dispersos del pueblo. De vez en cuando me venía a la cabeza el asunto que me rondaba desde hacía varios días. Cuando a la una terminó el horario de mañana y nos reunimos para almorzar en la salita del edificio de niñas –así lo había diseñado el arquitecto del IRYDA- me di cuenta que el ambiente relajado y tranquilo de otros días había desaparecido. Y caí en la cuenta que yo tenía que ser el que reconstruyera el clima que siempre había estado presente en nuestras reuniones. Caí en la cuenta, por primera vez en mi corta experiencia de maestro, que tenía que dar respuesta a mis compañeros y a Isabel, la madre.

Todo había ocurrido tres días atrás. Un compañero había faltado y el director decidió reunir en una misma aula dos grupos: el del maestro en falta con el mío. Como podéis imaginar los niños –preadolescentes de la EGB- entraron en un totum revolutum al abrigo del trasiego de mesas y sillas. El caos se adueñó de la escuela en una escalera ascendente de descontrol y nervios que acabó contagiando a los maestros de igual manera.

Ya estaban todos en el aula, ya me daba el director las instrucciones mientras escuchábamos la barahúnda de gritos y golpes que venían del aula refugio. Dejé a Miguel con las últimas indicaciones a medio definir y me dirigí como un rayo al centro de la tormenta infantil y  de una manera enérgica y potente abrí la puerta de un golpe que, con el impulso, chocó contra la papelera que salió disparada por entre las mesas esparciendo por el suelo toda su colección de papeles, virutas de lápiz, alguna bolsa de chuches… Esto provocó un grado más de histeria y risas entre los alumnos y un  nivel de nervios en mí que  no pude controlar: Antonio, un alumno de séptimo, que estaba ocupando la primera mesa y que reía a carcajadas fuertes y limpias recibió el sopapo. A partir de ahí la situación se fue normalizando y noté algunas miradas entre sorprendidas y cómplices. El chico que había recibido la colleja estuvo serio y callado toda la clase. Sabía que aquello traería cola y el malestar se instaló en mi espíritu.

Inquieto, después del almuerzo y antes de comenzar las clases de la tarde, me acomodé en la mesa del maestro disponiendo libros, cuadernos, exámenes en derredor cual muralla entre el mundo real que venía y mi creencia unidireccional del deber cumplido –una situación que hoy me parece absurda pero que con 26 años en canal y tres años de corta experiencia me parecía suficiente para enfrentarme al mundo- .

Y bastó una mirada para derrumbar todo mi andamiaje, una mirada seria y doliente de una madre que comprendía la situación que provocó mi reacción pero que me transmitía el dolor que le producía ver como su hijo había sido maltratado. “Sin quitarle la razón al maestro  -reiteró en varias ocasiones y de manera muy suave-  que no lo vuelva a hacer con ningún niño”.  Me quedé sin argumentos cuando vi en sus ojos la dulzura de una madre que perdona la última barrabasada de su hijo y que seguirá queriéndolo a pesar de todo.
No  hubo más defensa que reconocer el error y disculparme de la manera más cercana que pude.

Todo esto ocurrió hace 37 años. No sé si Isabel sigue viva, pero con esta entrada de mi blog quiero, allí donde se encuentre,  reiterarle a través del tiempo mis más sinceras disculpas.

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